Una cabellera exuberante agitándose frenéticamente: esto fue lo que vi tras aquella ventana. La cortina de encaje tras el marco y la luz reflejada sobre el cristal no me permitieron ver mucho mas, pero la agónica agitación que adiviné tras la visión de aquella sombra fugaz fue para mí una intrigante señal se socorro que llenó mi mente de interrogantes para los que no tenía respuesta.

Acuciado por el dilema que me planteaba mi situación de testigo involuntario, decidí desviar mi rumbo y encaminarme al portal de aquel inmueble para informar sobre lo que había visto. Pero la respuesta que obtuve por parte de la mujer que regentaba aquella portería, me dejó anonadado:

La ventana a la que hace usted alusión, corresponde a una vivienda que lleva cinco años abandonada. El matrimonio que vivía allí, tenía en vilo a medio vecindario debido a las peleas y a las discusiones que a menudo protagonizaban, hasta que un día, él, en un arranque de celos, la asesinó estranguladora y después se suicidó, ahorcándose. Yo guardo la llave en custodia y de vez en cuando, entro para quitar el polvo y adecentar la casa, pero por lo demás, todo sigue igual que el día en que sucedió todo pues nadie ha permanecido allí el tiempo suficiente como para dejar su impronta en el lugar.

Mi reacción no se hizo esperar:

¿Podría prestarme la llave durante un par de horas a cambio de...digamos: cierto préstamo a fondo perdido?.

La mujer ladeó la cabeza y sacando la llave del cajetín, dijo:

Por mí adelante; veo que es usted un caballero decente; la cultura nos hace ser descreídos; pero pienso que hay puertas que es mejor no abrir.
Introduje la llave en la cerradura y giré empujando el tirador hacia dentro, la puerta se abrió con un leve gruñido, mostrándome un espacio de aterciopelada penumbra. Crucé la casa y fui hacia la ventana de la habitación principal. Nada de cuanto allí había parecía acusar síntoma alguno de abandono; el polvo no había tomado posesión de superficie alguna, el aire no exhalaba ese aroma característico de los lugares deshabitados y el ambiente que se respiraba era el de un lugar cuyos moradores se hubiesen ausentado sólo temporalmente para regresar en breve.

Estaba a punto de volver sobre mis pasos, decepcionado cuando de repente, un súbito cambio de temperatura recorrió mi espalda, dejándome paralizado frente a la ventana, incapaz de apartar mi vista de la dirección en la que se había detenido mi mirada: estaba frente a aquella ventana y la suave tela de la cortina era un velo semitransparente que me permitía ver el tramo de avenida donde me había detenido minutos antes para observar las sombras confusas que fulguraban tras la penumbra.

La masa anónima de viandantes recorría la calle como una procesión de hormigas recogiendo y llevando víveres hacia la despensa común, pero hubo una persona entre aquella numerosa multitud que llamó poderosamente mi atención por su familiaridad: en apariencia, tan sólo era otro transeúnte más, que caminaba absorto en sus problemas y ajeno al entorno, pero caminaba más despacio que el resto y parecía singularmente pensativo. Cuando estuvo frente a la ventana, paró en seco y se puso a escudriñar con detenimiento en la dirección donde me encontraba yo en aquellos momentos.

Imaginé que la penumbra interior y el velo de la tela no le permitiría distinguir gran cosa, salvo algo parecido a una superficie pálida y redondeada que vagamente podría recordar un rostro humano petrificado. Si hubiese agudizado un poco más sus sentidos, quizás habría podido percibir el mudo grito de socorro que provenía de mi mente convulsa, pero nada pudo evitar que aquel transeúnte anónimo reemprendiera su marcha sumándose a la multitud.

Aquel viandante; aquel rostro anónimo que durante unos instantes paró frente a la ventana, era yo mismo.